22.3.07

Un poco de historia, pensamientos, ideas y sobretodo Liberalismo

Para defender al principio de amor libre se necesitan dosis
parejas de inocencia y experiencia. Una vez desacralizados el
matrimonio, la familia y la dupla varón-mujer unidos “de por
vida”, ¿qué si no la inocencia puede vincular la libertad al amor,
en especial si a éste se lo entiende como pasión o atracción
entre seres de carne y hueso? La experiencia susurra al oído
que la fidelidad es imposible, que la monogamia es una ilusión
y que las leyes del deseo triunfan siempre sobre las leyes de la
costumbre. La inocencia grita que el amor sólo puede ser libre,
que la pluralidad de afectos es un hecho y que el deseo obedece
a un orden natural, anterior y superior a todo mandato social
establecido. Podría suponerse que inocencia equivale a ingenuidad, así
como experiencia a cinismo.

Nunca hubo algo más difícil que ser libertario en las cuestiones de
amor. Se puede serlo ante la autoridad, el trabajo o la propiedad,
pero ante los vaivenes del corazón no hay principio, norma
o idea que se sostenga firme en su sitio. ¿Hay alguien más
parecido a un esclavo que un enamorado?
En tiempos de relativa paz (es decir, sin guerras nacionales,
civiles o religiosas declaradas), los celos son las causa primera
de homicidios. En nombre del amor, el ser humano mata, posee
y somete a sus semejantes, al tiempo que es poseído por
una fuerza o potencia que irrumpe no se sabe bien de dónde y
lo arrastra hacia algún destino imposible de vaticinar. La posesión
es la antítesis de la libertad. ¿Cómo uno puede ser verdaderamente
libre cuando ama? Sólo mediante una reinvención
de la palabra amor.

El amor que aquí se llama libre es aquel que cuestiona toda doble
moral, hipocresía o cinismo. Como dice René Chaughi en “El
matrimonio es inmoral”: si dos personas desean unirse ante un
dios, nada hay que criticar. Todo lo contrario: el problema es el
carácter hipócrita de quienes aceptan someterse al rito religioso
sin haber pisado una iglesia desde la primera comunión. La
mentira pertenece, en esta concepción, al campo del enemigo.
El militante anarco-erótico sería, ante todo, un moralista.
Durante mucho tiempo, amor libre fue sinónimo de unión
libre: una relación no sujeta a leyes civiles ni religiosas. En épocas
en las que el matrimonio era indisoluble y el divorcio un
horizonte polémico, la libertad de dos personas de unirse con
prescindencia de la ley y de separarse “cuando el amor llegue a
su fin” era motivo de escándalo pero no contenía necesariamente
la posterior idea de liberación sexual. Además, era por lo general
una definición de vínculo entre un varón y una mujer, no
entre dos o más mujeres ni entre dos o más varones. Esa propuesta
hoy puede ser vista como una demanda que cuestionaba
al matrimonio jurídico y a la moral del siglo XIX pero que, de
algún modo, quedaría obsoleta durante la segunda mitad del XX.
No obstante, el amor plural, la camaradería amorosa o el
“maridaje comunal” son relatos y prácticas que los anarquistas
que más pensaron sobre el tema ya manejaban hace casi ciento
cincuenta años como formas de relación en las cuales la expresión
“amor libre” significa literalmente aquello que hoy sugiere
a nuestros oídos. Los militantes que defendieron esos modelos
intentaron resolver acaso la cuestión más delicada que puede
plantearse entre dos que se aman: qué hacer cuando aparece
el deseo por otros u otras.

A ese deseo se lo puede negar. O puede reconocerse su irrupción
aunque se utilicen instrumentos de contención o represión.
Puede satisfacérselo con encuentros ocasionales prohibidos
pero intentando autocontrolarse (“no voy a enamorarme”).
Mantener una relación paralela clandestina (“es sólo sexo”); o
sostener una pareja abierta (“mi compañero lo sabe”); o lanzarse
a experimentar dentro del laboratorio social modos diversos
de intercambio de afectos y atracciones. Como ha dicho
Woody Allen, el corazón es un órgano muy flexible.
Si observamos las distintas propuestas de formas innovadoras
de relacionarse, como las comunidades afectivas, el amor
entre camaradas libres, el “abrazo polimorfo”o el “beso
amorfista”, advertiremos que el grado de ruptura y la originalidad
temática de estos autores no se destaca únicamente sobre
el fondo de época en el que se desplegó su pluralidad de modelos.
De hecho, ellos parecen tener vigencia en la medida en que
perdure la compulsión bipersonal a entrar en pareja y casarse.
En verdad, sería difícil hallar un período histórico capaz de
absorber o asimilar la radicalidad de algunas de estas soluciones
a los problemas de la vida afectiva. Por ejemplo, la revolución
sexual de la segunda mitad del siglo XX no es fácilmente
homologable al amor libre, una noción más vieja y más contundente.
Aunque la contracultura y el liberacionismo de las
décadas de 1960-70 tenían influencias anárquicas, la idea de
una sexualidad libre también se articuló con ciertos dispositivos
de poder, incitó al sueño de múltiples intercambios sexuales
sin pagar por ellos (libre en el sentido de free: gratuito) o
bien legitimó la posibilidad de cosificar cuerpos acotados como
objetos de deseo. Ya el reemplazo de “amor” por “sexo” implicó
algún grado de pérdida de la inocencia.

En realidad, la noción de amor libre apunta más alto: no a la
mera posibilidad de tener múltiples relaciones sexuales sino a la
de amar a varias personas al mismo tiempo. Reintroduce la noción
de camaradería, de compañerismo afectivo. Afirma que se
puede querer bien a (querer el bien de) dos o más seres simultáneamente.
Insiste en que uno siempre está amando a varios al
mismo tiempo, aunque con diferentes intensidades y propósitos.
Apuesta, por lo tanto, a una nueva educación sentimental.
Desde luego, a una idea tan guapa se le pueden excusar sus
fragilidades. Éstas se encontrarán en las bases de su misma construcción.
El amor libre también se asienta sobre un acuerdo,
pacto o modelo de conducta que intenta cabalgar sobre los
cambiantes desplazamientos del deseo. Y es difícil llevar la rienda,
manejar, calcular la polifacética naturaleza del flujo que
lleva a dos o más cuerpos a unirse o apartarse con la misma
inesperada e incontrolada fuerza pasional.

Alguien se une a otro por cierta promesa implícita de que
ello va a colmar sus necesidades de compañía, goce, contención.
La promesa añade que esa satisfacción será (deberá ser)
correspondida. Luego, el aferrarse a tales demandas convierte
a unos y a otros en poseídos y posesos. Hay proporciones extremas
y moderadas de apego, pero es verdaderamente raro
encontrar un amor entre seres humanos que no esté atravesado
por esa obsesión.

Por su parte, en la Enciclopedia Anarquista de Sebastián
Faure (ver el anexo “Glosario no monogámico básico”), Jean
Marestan reflexiona sobre la conveniencia de que el amor se
ennoblezca mediante la inteligencia y se desplace desde la pasión
hacia sentimientos más dulces y duraderos: el compañerismo,
la amistad, el cariño, la estima; o sea, afectos más suaves,
livianos, lentos o moderados. Allí también se critica el deseo
de posesión que es considerado no un mal en sí mismo sino
cuando toma las proporciones extremas de la apropiación y el
acaparamiento.

O sea que aquí el amor no es ningún absoluto, ni una esencia
universal inextinguible como lo sería un dios. Tampoco la
libertad, un término relativo si los hay: siempre aparece en relación
con otra cosa. Se es libre de algo o alguien. Libertad
puede significar la ruptura de un mandato conyugal así como
un librarse del amor entendido como atracción entre cuerpos.
En este último caso, ser libre implicaría atravesar el campo del
erotismo quizá para derivar hacia aquello que los cristianos
llamaron agapè y los budistas karuna, más un amor-compasión
que un amor-pasión, una entrega no egoísta a los otros, un don
que se volcaría sobre todos los seres sin distinción. Un amor
libre de atracción, posesividad, apego, propiedad. ¿Es posible?
Si uno se libra del estar aferrado a una sola persona, ¿podrá
sentir ese amor capaz de derramarse sobre todos sin diferenciación?
¿No es probable que termine, tarde o temprano, encadenándose
a otro número limitado de objetos del deseo? Son
preguntas que precisan ser encaradas si queremos entender
mejor los puntos de tensión y equilibrio que presenta la conflictiva
pareja de Eros y Anarquía.

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